Mc 11, 11-25
Al día siguiente, cuando salió de Betania, Jesús sintió hambre. Vio de lejos una higuera con hojas y se acercó para ver si encontraba algo; al llegar no encontró más que hojas, porque no era tiempo de higos.
Entonces le dijo: «Nunca jamás coma nadie de ti.» Los discípulos lo oyeron.
Llegaron a Jerusalén, entró en el templo y se puso a echar a los que traficaban allí, volcando las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían palomas. Y no consentía a nadie transportar objetos por el templo.
Y los instruía, diciendo: «¿No está escrito: ‘Mi casa se llamará casa de oración para todos los pueblos’? Vosotros, en cambio, la habéis convertido en cueva de bandidos».
Se enteraron los sumos sacerdotes y los escribas y, como le tenían miedo, porque todo el mundo estaba asombrado de su doctrina, buscaban una manera de acabar con él. Cuando atardeció, salieron de la ciudad. A la mañana siguiente, al pasar, vieron la higuera seca de raíz. Pedro cayó en la cuenta y dijo a Jesús: «Maestro, mira, la higuera que maldijiste se ha secado.»
Jesús contestó: «Tened fe en Dios. Os aseguro que si uno dice a este monte: ‘Quítate de ahí y tírate al mar’, no con dudas, sino con fe en que sucederá lo que dice, lo obtendrá. Por eso os digo: Cualquier cosa que pidáis en la oración, creed que os la han concedido, y la obtendréis. Y cuando os pongáis a orar, perdonad lo que tengáis contra otros, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras culpas».
Si el cuerpo supiera
Si el cuerpo supiera
quién eres Tú!
Si la razón le transmitiera
a la oscuridad de la carne
tu buena noticia!
Si te abriéramos
las cinco puertas
de los sentidos,
en este océano tuyo
de aromas y sabores,
de brillos, cantos y caricias
donde vivimos sumergidos!
Si la sangre se tiñera
del color de tu encuentro
y llevara este fervor
hasta la última célula
por la angosta discreción
del capilar más diminuto!
Si las honduras viscerales
sincronizaran contigo
sus prisas y sus pausas!
Si desalojaras
de este templo tuyo
a los mercaderes que negocian
nuestras hambres y riquezas
en el atrio sagrado,
con el susurro clandestino
o la obsesión publicitaria!
Si nuestro cuerpo supiera,
y se fuera convirtiendo
todo entero,
aquí y ahora
en un gesto sencillo
del Infinito
tan humano!
(Benjamín G. Buelta, sj)