Evangelio del 28 de mayo

 


Mc 11, 11-25

Al día siguiente, cuando salió de Betania, Jesús sintió hambre. Vio de lejos una higuera con hojas y se acercó para ver si encontraba algo; al llegar no encontró más que hojas, porque no era tiempo de higos.

Entonces le dijo: «Nunca jamás coma nadie de ti.» Los discípulos lo oyeron.

Llegaron a Jerusalén, entró en el templo y se puso a echar a los que traficaban allí, volcando las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían palomas. Y no consentía a nadie transportar objetos por el templo.

Y los instruía, diciendo: «¿No está escrito: ‘Mi casa se llamará casa de oración para todos los pueblos’? Vosotros, en cambio, la habéis convertido en cueva de bandidos».

Se enteraron los sumos sacerdotes y los escribas y, como le tenían miedo, porque todo el mundo estaba asombrado de su doctrina, buscaban una manera de acabar con él. Cuando atardeció, salieron de la ciudad. A la mañana siguiente, al pasar, vieron la higuera seca de raíz. Pedro cayó en la cuenta y dijo a Jesús: «Maestro, mira, la higuera que maldijiste se ha secado.»

Jesús contestó: «Tened fe en Dios. Os aseguro que si uno dice a este monte: ‘Quítate de ahí y tírate al mar’, no con dudas, sino con fe en que sucederá lo que dice, lo obtendrá. Por eso os digo: Cualquier cosa que pidáis en la oración, creed que os la han concedido, y la obtendréis. Y cuando os pongáis a orar, perdonad lo que tengáis contra otros, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras culpas».


Si el cuerpo supiera

Si el cuerpo supiera

quién eres Tú!

Si la razón le transmitiera

a la oscuridad de la carne

tu buena noticia!

Si te abriéramos

las cinco puertas

de los sentidos,

en este océano tuyo

de aromas y sabores,

de brillos, cantos y caricias

donde vivimos sumergidos!

Si la sangre se tiñera

del color de tu encuentro

y llevara este fervor

hasta la última célula

por la angosta discreción

del capilar más diminuto!

Si las honduras viscerales

sincronizaran contigo

sus prisas y sus pausas!

Si desalojaras

de este templo tuyo

a los mercaderes que negocian

nuestras hambres y riquezas

en el atrio sagrado,

con el susurro clandestino

o la obsesión publicitaria!

Si nuestro cuerpo supiera,

y se fuera convirtiendo

todo entero,

aquí y ahora

en un gesto sencillo

del Infinito

tan humano!


(Benjamín G. Buelta, sj)